lunes, 22 de diciembre de 2014

WAYALAILAI, DONDE NO NECESITAS RELOJ...

Subimos a un avión en Auckland, las azafatas lucían uniformes de telas fidjianas, y te sonreían al ritmo de bula en sus labios. Al llegar a destino, un grupo de músicos tocaban alegres canciones a cambio de limosna, y por fin volvió la sensación de estar lejos de cualquier cosa conocida. Estábamos en Fiji y sentimos que volvíamos a viajar...
Nadi fue una ciudad de tránsito, pero nos invadió de energia positiva y ganas de conocer más. Escoger una isla en Fiji sin conocerlo es algo así como tirar un dardo con los ojos vendados, así que nos metimos en el embolado de estudiar todas las islas, tarea arduo complicada y, como no queríamos perder días viajando a la Conchinchina ni gastarnos dinerales en barcos, finalmente nos decantamos por las Yasawas. Escogimos ir a Wayalailai porque, a diferencia de otras islas-resort, se trataba de un campamento llevado por la gente del poblado, sin dueños neozelandeses que se empeñan en convertir el famoso fiji-time en tiempo de producción europea.
Nos recibieron con guitarras, queriendo imitar al resto de resorts, que han dispersado esta costumbre como la pólvora, pero se olía cierta capacidad para el desastre ya desde el barco. Y qué gozada...

Las instalaciones estaban un tanto dejadas de la mano de Dios, pero eso le daba encanto y autenticidad al asunto, que es lo que nos gusta. Dormimos con dos cucarachas del tamaño de un gato, que salían por las noches a saludarnos para corretear a esconderse, tan indefensas ellas, y acabamos por bautizarlas como Cuca y Racha, pero nunca supimos quien era quien.

Enseguida los habitantes de la isla se aprendieron nuestros nombres, sobre todo el cocinero, que no dudó en llamarnos para echarles un cable. Los sábados y los martes llegaba el barco que traía los víveres, y allí estuvimos, cargando pesos y guardándolos en la despensa. Mientras a mí me tocaba cargar con cosas livianas, como el papel higiénico o muslos de pollo, Canelón tiraba pa'lante como Perurena...
El paisaje, el cálido clima y sus gentes amables hacían que el lugar fuera el típico sitio que sueñas cuando vuela por tu mente la disparatada idea de retirarte a escribir un libro. Nuestra tarea diaria no era otra que bucear un rato en aguas transparentes y calentitas, balancearnos en hamacas que cuelgan de palmeras, y acudir con pachorra al comedor al aire libre para degustar los sabores del día. Por suerte, anunciaban cada comida al son de unos tambores de madera, y es que en Fiji no hay lugar para los relojes.

No hacíamos muchas actividades, porque no necesitábamos de mucho más. El simple hecho de poder pasarte el día leyendo, nadando, y pensando en si realmente quieres pasarte treinta y cinco años de tu vida en el mismo trabajo ya nos ocupaba todo el tiempo. Una tarde, vencimos la pereza y fuimos a pescar con Moises y Hata, y así es como cayeron barracudas y peces enormes al balde, que por supuesto formarían parte del menú al día siguiente. Para ser sincera, todos los pescaron ellos, nosotros sólo lo intentamos...
Canelón se propuso no dejar la isla sin pescar un pez, así que se embarcó de nuevo y en alta mar logró su objetivo. Esa noche llegó tarde a cenar, con tres hermosas presas colgando de sus manos y una sonrisa tan fanfarrona que podía apreciarse que era de Bilbao sin enseñar el pasaporte. Se perdió el comienzo de la ceremonia del kava, pero enseguida se enganchó al ritual para contar su batalla pesquera, y nos adelantó al resto, pues le servían unos baldes de bebida la mar de generosos.

No sé si habéis oído hablar del kava. Éste se escribe con k y no tiene nada que ver con el líquido espumoso de las fiestas. Es una bebida típica de Fiji, hecha con unas raíces. Las introducen en una bolsa que golpean contra el suelo, y después frotan esa misma bolsa en agua, en este caso marrón (no la bolsa sino el agua), que vierten en un recipiente de madera. Se sirve en cuencos de coco y, al recibir el vaso, debes dar una palma y decir bula, tomarte el kava de un trago y devolver el cuenco a quien te lo entregó, para aplaudir de nuevo tres veces. No sabría decir a qué sabe, pero cuanto más tomas más te gusta. Te adormece un poquito los labios, pero no tanto como cuando vas al dentista, dejándote totalmente relajada, y es que luego supe que es antidepresivo. Al parecer en Europa también lo tomamos, aunque en cápsulas...
Otro día nuestro querido Canelón se fue a bucear con tiburones, no tenemos pruebas gráficas porque viajar con bajo presupuesto no te permite comprar una de esas cámaras que sacan fotazas bajo el agua, pero creedme, que la historia es cierta. Yo, que soy una niña traumada por Spielberg, me quedé en la playita, pero me contó que no dan nada de miedo (aunque por si acaso él iba con las manos cerradas en un puño, no fuera que algún dedo llamara la atención de los bicharracos), que tienen mucho estilo nadando, y que su piel es dura como la lija.

Por primera vez en estos meses de nómadas, pensamos en quedarnos a vivir allí una temporada, porque la isla, pero sobre todo su gente, te atrapa que ni las arañas... Nos recordaban a los africanos por lo alegres y esa capacidad tan envidiada de no tomarse las cosas demasiado en serio. Y es que en Wayalailai no había WiFi, ni piscina, ni carreras de cangrejos, pero había risas a punta pala... Pienso que si Neruda, o algún que otro poeta, hubiera pasado por este paraíso, hubiese salido de su pluma una frase como ésta: ¿Acaso la vida debiera ser algo más que risa?

2 comentarios:

  1. Dí ke sí Zior! :)
    En la vida el humor es imprescindible y signo de buena salud en algunas culturas...
    Jijajoju!!!
    Ki

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    Respuestas
    1. Sobre todo cuando las risas son tan sinceras y naturales como las de esta gente!!! Eran un chute de energía positiva!!!! Abrazos!

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