lunes, 27 de abril de 2015

Y EL TIEMPO VUELA EN KYOTO...

Aunque el tiempo vuela y tenemos que sacar las alas para alcanzarlo, nos invade la sensación de llevar aquí una vida entera, y por eso cuesta más decir adiós a Kyoto.

El objetivo era pasar dos meses en esta ciudad, y no os voy a mentir, vivir sin prisa se hizo raro al principio, acostumbrados como estábamos a andar de la Zeca a la Meca, sin tregua ni domingos. Pero enseguida supe que es una manera estupenda de conocer las ciudades desde otro prisma distinto al únicamente viajero. Cuando viajo, siento que estoy de paso, pero en Kyoto tengo sensación de pertenencia.

Hay muchísimas cosas que ver en Kyoto (os las contaré en otro post), pero esta vez no he sentido prisa por verlas todas en tres días. He podido permitirme comprar un café en Lawson y sentarme junto al río a ver los sakuras unas mil veces, gritar como una hiena en un karaoke hasta las tantas, callejear por Gion en busca y captura de maikos o geishas...

He podido "perder el tiempo" en el supermercado, intentando descifrar los ingredientes que lleva una sopa, averiguando cuáles son las mejores patatas para hacer tortilla, o dudando entre comprar chocolate de té verde o tortitas de arroz para la merienda. He podido descansar y dejar que el sol me pegue en la cara, ver películas que siempre quise ver, o pasarme la tarde entera leyendo ese libro que me tenía enganchada. Porque a veces aparece, sin darte cuenta, la necesidad de hacer como el oso y ponerte a hibernar en tu cueva.

En estos casi dos meses viviendo en Kyoto, he podido perderme en el mercado de Nishiki todas las veces que me ha dado la gana. Andar por la ciudad sin mapa y toparme de morros con los templos más famosos, así, por casualidad, como cuando Colón descubrió América. Hablar con el pescatero acerca del sashimi, escuchar cada día las interminables retahílas en japonés de la vecina septuagenaria, ver nacer a Kentaro... Vivir y descubrir sin prisas.

Vivir en Kyoto ha sido una experiencia única dentro de un viaje único. Una oportunidad para encontrar los rincones más emblemáticos, en lugar de buscarlos. Para aprender a chapurrear malamente japonés por pura necesidad, que es cuando el aprendizaje cobra todo su sentido. Para crecer. Para empezar. Para dejar de bostezar al aire. Para romper el círculo. Para avanzar en parado.

Ha llegado la hora de decir adiós a esta ciudad, y la echaré de menos. No tanto los templos que fotografiamos los turistas de paso (que también), sino las cañas con amigos en Sanjo, las cenas con Matt y Fiona, las gyozas que preparan en ese bar tan pequeño, los bostezos de Tom, la risa de Nikko, a nuestra abuelita Yunko, que se apunta a un bombardeo...

Echaré de menos escaparme semanalmente a Osaka para comer con Tomoko, echar unas risas con Keiko y Susumu, o salir de farra con Jun, Yumi y Miyamoto... Los negitoros de Morita San. Las cortinitas de los restaurantes. Ver a un hombre con la mano vendada e imaginar que la Yakuza le ha cortado los dedos por traidor. Coger el tren. Los helados, que están de vicio. Ir al Lawson a hacer la compra ¡todo a 100 yenes!, comer el delicioso ramen del señor de la grasa (así le bautizamos el primer día, pero somos fans totales), envidiar los bolsos de las japonesas, esquivar bicicletas...

Lo echaré de menos. Todo.


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1 comentario:

  1. Esta lectura me ha emocionado, preciosa descripción! Yo también guardo un recuerdo maravilloso de Kyoto.

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